Tres puntos, tres pausas, miles de pensamientos.
Escribo un punto. Y me paro. Y pienso: quizá es mejor así. Un fin rápido. Doloroso, puede, pero a fin de cuentas algo rápido y sencillo. Un punto final. De esos de los que habla Sabina cuando la pasión se acaba, cuando no hay nada que venga detrás. Un punto que anuncia el principio del fin. Pero suspiro, tiemblo, reflexiono y sigo sin saber qué hacer. ¿Y si aún no ha acabado? ¿Y si queda mucho por hacer? Volvemos a los condicionales de las cosas que nunca son sencillas, a ese mundo confundido por tanta pasión y tanto cariño, a esos secretos bien guardados a lo largo de tantos años.
Escribo otro punto. Dos. Ahora sí que es confuso. Qué raro. Ni un fin ni un principio. Ni si quiera algo intermedio. Más bien algo que falla. Igual que falla esa conversación, igual que fallo yo, igual que fallas tú. Igual que fallamos nosotros juntos. Como todo lo que no hicimos bien.
Escribo otro punto. Y decido cargar todo ese peso sobre el tiempo. Que sea él el que elija. Que sea él el que cargue con la culpa y la responsabilidad. Lo dejo en el aire, lo dejo a medias. Sin saber qué más decir, dejándolo todo en manos del otro, arriesgándome a que piense algo que yo en verdad no hago, dando lugar a más dudas. Así de confusos son los tres puntos suspensivos. Uno por cada oportunidad que tuvimos. Y como fueron tres, en vez de una, seguimos a la deriva. Sin habernos despedido del todo pero sin saber empezar de nuevo. Todo a medias.
Es curioso ver cómo tantísimas veces nos refugiamos en los signos de puntuación, esperando que eso sea suficiente. Y es que a veces tres puntos suspensivos guardan más cosas dentro que cualquier baúl lleno de recuerdos.
... |